Si algo de positivo ha traído la crisis actual es que ha obligado a la
sociedad a abrir los ojos y darse cuenta de la mediocridad e incapacidad
que domina a la clase política para resolver los problemas más
acuciantes. Además de que han sido los políticos, con la inestimable
ayuda de la banca, los responsables directos de originarlos. También es
sabido que los grandes problemas nunca pueden ser resueltos al mismo
nivel de pensamiento con el que se crearon. Así, El País publicó hace
tiempo un artículo en el cual se cuestionaba la necesidad de la
existencia de la figura del político profesional, ese individuo que se
gana la vida, y demasiado bien por cierto, de su actividad. Nada parece
haber cambiado desde que Einstein dijese que el destino de las naciones
no debe dejarse inevitablemente en manos de los irresponsables dueños
del poder político, añadiendo al efecto que en lo que se refiere a
intelecto y moralidad no puede considerárseles una representación del
sector más avanzado.
En un mundo tecnológico en que el único y poderosísimo dios que
sobrevive para dictar los destinos de la humanidad es el dinero, el
rampante narcisismo queda como el último bastión de la personalidad para
evitar su astillamiento y desmoronamiento final (Wilber). Lo más sabio
entonces sería que las personas que representen a sus sociedades fuesen
aquellas que estén de vuelta de las ambiciones que mayormente ansía el
hombre moderno: dinero, fama, poder y egocentrismo, seres
autorrealizados cuyos valores y evolución personal ya han ascendido a un
estadio superior de conciencia, una integradora, compasiva, generosa y
empática, desde la cual la vocación de ser útil destrone toda intención y
ambición de autoservilismo, muchas veces disimulado bajo la tantas
veces hipócrita bandera de cualquier ideología dualista, sea de derechas
o de izquierdas. Por ello, en estos momentos, en vez de esa
seudoreligión de la política profesional, lo que la sociedad necesita
son políticos que sientan una llamada vocacional hacia una política
integral y ambidextra que además consiga enterrar para siempre esa
trasnochada rémora psicosocial de “las dos Españas”, relegando al olvido
toda división confrontadora derechas-izquierdas, que tan poco, si algo,
significa ya.
También parece fundamental no dar otra oportunidad a que se repitan
algunos archiconocidos errores, como los que recientemente hicieron
ministros y ministras a seres ineducados, bastos, incultos y con una más
que deficiente preparación intelectual, cultural y moral, pero tampoco a
seres con consciencias narcisistas, egocéntricas, pedantes y
megalomaníacas, de lo que presunta y presuntuosamente hace gala
habitualmente algún ex-presidente del gobierno. Desde la vorágine de la
crisis no queda otro remedio que preguntarse: ¿cómo se atreven esos
parlamentarios a reír en público ni una sola vez? ¿No nos están diciendo
claramente sus continuas actitudes que es hora de dar paso a las
mejores y más serias personas entre aquellas cuyas trayectorias
individuales hayan demostrado todo lo que tenían que demostrar en sus
respectivos campos y vidas, sean quienes sean y vengan de donde vengan?
Unos pocos que no necesiten ni más dinero ni fama ni poder ni inflar más
sus egos. Únicamente a modo de ejemplo, uno se imagina con alegría y
esperanza un presidente con un nivel de conciencia como la del
recientemente fallecido Václav Havel, un ministro de sanidad tipo
Valentín Fuster, alguien en economía del calibre creativo de un
Florentino Pérez o un rejuvenecido Jose Luis Sampedro, un ministerio de
cultura perteneciente a esa nueva culturización superior de un Salvador
Pániker o un Ken Wilber a la española, alguien en educación o exteriores
tipo Mayor Zaragoza, en deportes de la categoría personal de un Rafa
Nadal o un Del Bosque, etc. Eso si dicho tipo de de personas aceptase,
lo cual es muy dudoso.
Vivimos en un mundo lleno de conflictos y paradojas aparentemente
insolubles, donde, y porque, la superficialidad y la estupidez imperan.
Decía Ortega que los conflictos y la violencia provienen de mezclar
diferentes estadios de conciencia, lo que hoy se observa en todas las
facetas de la vida, desde en las relaciones personales y sociales a la
familia y la política. Los más evolucionados, aquellos cuyas intenciones
y valores les permiten moverse por encima de todo interés personal y
egoísta, y cuyas motivaciones están a nivel de la empatía, la
generosidad, la inteligencia, la sabiduría y la compasión universal, y
esta última no sólo por los semejantes, sino por todos los seres vivos,
al poder. Seguro que además irían de la mano de un Leonardo da Vinci
cuando dice que un día los seres humanos se darán cuenta de que torturar
y matar a un animal y hacerlo con un hombre es exactamente lo mismo, y
de la de Gandhi cuando enseña que a una sociedad se la conoce por la
forma en la que trata a sus animales. Suena paradójico también, así como
incongruente y de difícil mezcla, que un rey disfrute de la caza mayor,
cuando no de esa barbarie cuyas leyes no escritas representan la
crueldad más inimaginable como son las monterías, mientras que su reina
defiende amorosamente diversas sociedades protectoras de animales. Y es
que en general es la superación de estas escandalosas rupturas
psicoespirituales, bloqueos y conflictos evolutivos lo que impide el tan
necesario y anunciado cambio. No es tan importante que un rey se vaya a
cazar a Bostwana o a la Conchinchina como lo sería el que diese ejemplo
de plena humanidad y compasión, y si no exigirle aquello de que
“nobleza obliga”. No se entiende que ningún espíritu humano elevado sea
capaz de disfrutar practicando una sanguinaria caza mayor, e incluso
defender la innegable crueldad de las corridas de toros, como un Vargas
Llosa o un Sánchez Dragó, esa alternativa moderna a los primitivos y
sedientos de sangre espectadores del circo romano. Mucho mejor sería
seguir los sabios consejos dirigidos a estimular la elevación
espiritual, sabiduría e indiscriminada bondad de los reyes de todos los
tiempos según enseña el libro “Wen Tzu” (Editorial Edaf). Nunca es tarde
para casi nada, salvo para algunas situaciones críticas para las que
mañana es siempre demasiado tarde. En resumen: la naturaleza del
problema es de evolución, de ascenso, personal y social, no de
revolución. Mientras tanto, la sociedad, y el mundo entero, seguirán
teniendo lo que la sociedad y el mundo merecen.
Artículo publicado originalmente el 19 de Junio en el periódico El Correo, edición nacional y el Diario Vasco.