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lunes, 13 de enero de 2014

Creatividad y envidia en la medicina y en la ciencia: Mozarts y Salieris

 ENERO 2013 - GenT- 

“Los hombres que abandonan el camino trillado son innovadores, y los que persisten ciegamente en él dificultan el progreso científico”.
Claude Bernard

Con motivo de la celebración del 50 aniversario de la inauguración de la Clínica Universitaria de Navarra, el conocido cardiólogo Dr. Valentín Fuster dio una extraordinaria conferencia científica y divulgativa durante el mes de Marzo, 2012, sobre el futuro de la prevención, el tratamiento y la investigación de las enfermedades cardiológicas, en especial de la arteriosclerosis vascular, coronaria y periférica. Entre las cosas que apuntó irónicamente el Dr. Fuster fue que en este país, si vales cinco, mejor que digas que vales tres para que los demás puedan decir que vales uno o cero, una clara referencia al pecado oficial de nuestro país: la envidia. Esta deficiencia de la personalidad se define como tristeza o pesar por el bien ajeno, y en una acepción ligeramente diferente, desear para sí lo que otro tiene, es o representa, así como el cariño o estimación del que otros disfrutan. 

En el mundo de la medicina ha sido de nuevo Rof Carballo el que mejor ha tratado con esta enfermedad caracterológica “tan nuestra”. Su monumental y desafortunadamente ya casi olvidada joya literaria: “Medicina y actividad creadora” (Revista de Occidente, 1964) dedica secciones enteras al problema de la envidia en el mundo médico y en la historia de la medicina. La principal conclusión es que la envidia es el gran peligro de la creatividad ya que perturba y trata de paralizar el proceso de creación desde su raíz, convirtiéndose así en su principal enemigo y fuerza aniquiladora. La envidia fue tildada como “la enfermedad de Caín” y “gangrena del alma” por Unamuno, ya que el envidioso tiene algo de demoníaco, y “la envidia de Luzbel” según Melanie Klein. 

En el mundo de la Medicina la envidia se debe principalmente a la que produce la creatividad ajena, su capacidad y energía creadora, la fuerza de su increíble naturaleza, saber que el otro tiene un don especial y casi divino del que el envidioso es consciente de que carece y siempre carecerá. Su inofensiva y sutil apariencia esconde una agresividad disimulada y vergonzante, unos celos obsesivos y autodestructivos de porte pasivo, cual silenciosa e hipócrita serpiente edénica preparada para un sorpresivo ataque al calcañar. 

Esto permite entender otras características del envidioso: su estupidez y cobardía, aparte de su división interior, con una parte de sí mismo odiando a la otra. Todo lo que a decir del gran médico y psiquiatra gallego sucede porque en primer lugar el envidioso no es capaz de apreciar los ímprobos esfuerzos, e incluso sufrimientos, del creador solitario. Una persona que para ser lo que es y llegar a donde ha llegado ha tenido que dar bruscos saltos de fe en el vacío dentro de la más absoluta soledad, superando flashes de intuición que podrían haber acabado física y mentalmente con la mayoría de las personas, como confesó Einstein sobre sí mismo. 

Se necesita mucha fe en el valor de las propias ideas para luchar a brazo y mente partidos con esos episodios agudos de “neurosis creativa” hasta que llegue el día, o más bien la noche, en que el creador pueda sostenerse por sus propias fuerzas encaramado peligrosamente en una cuerda floja situada en las alturas de la conciencia, allí donde vive un nivel psicológico y espiritual más allá de sí mismo (estado no-egoico o estadio transpersonal). 

Un nivel donde no se conoce lo que es la competitividad o la malicia, ni el interés o la mera conveniencia personal. Una vez que se ha llegado hasta dicha posición, la persona logra abandonarse y olvidarse de sí misma dejando su ego atrás y abajo, donde también quedan olvidados los dolorosos aspectos negativos de un proceso creativo e iniciático que le ha hecho pasar por las penas del infierno en muchas ocasiones, y en algunos casos a todo lo largo y ancho de la mayor parte de su vida. Para hacer comprender al resto de los mortales lo que implica y ofrece ese nivel de conciencia y naturaleza creativa que mora más allá de uno mismo, Abraham Maslow utilizó el siguiente ejemplo: “Supón que has descubierto una cura contra el cáncer. ¿Te preocuparías acerca de tu cuerpo, o por estar en peligro personal, o acerca de tu corazón?”. Mejor y más sucinta explicación es imposible. 

Si el envidioso conociese algo de todo esto, o fuese capaz de colocarse empáticamente dentro del alma del creativo desnudo aunque fuese por un único instante, su envidia desaparecería de inmediato y quedaría transformada en compasión, lástima o admiración, cuando no en confusión acerca de sí mismo al verse obligado a mirarse en el espejo de su propia y muy enferma naturaleza. De entender algo, el envidioso no hubiera deseado nunca jamás ser o conseguir lo que el envidiado, mucho menos estar en su pellejo ni un solo día, a lo que ni siquiera se hubiera atrevido. 

Los seres mediocres y vulgares anhelan afanosamente resultados pero no están dispuestos a soportar las paradojas de la mente y llevar a cabo el trabajo necesario para llegar a ellos, lee una enseñanza de Buda. Si un Salieri dedicado a la medicina hubiese comprendido a un Mozart investigador, no le hubiese envidiado, posiblemente le hubiera dado pena. Pero incluso eso hubiese sido imposible porque sólo un genio puede comprender a otro y el envidioso no tiene posibilidad alguna de poderse mover al elevado nivel de conciencia del genio, ni siquiera comprenderlo lo más mínimo. Ya se sabe que el genio logra nadar a duras penas en las mismas aguas en las que el loco se ahoga. Y el mediocre y el envidioso también. Lo hasta aquí dicho define las principales raíces de la envidia: la ignorancia de la naturaleza humana, el desconocimiento de la existencia de diferentes niveles de conciencia muy demarcados, la incomprensión de la esencia de los demás tanto como la de uno mismo, así como la insatisfacción con lo que uno es, tiene, o representa. 

Por fin los envidiosos añaden a  su sufrimiento el hecho de no poder ser ellos mismos, lo que explica el hartazgo y la insatisfacción con sus propias vidas. Es esto lo que reflejan atacando a los envidiados y utilizándolos a modo de chivos expiatorios de sí mismos y de sus propias deficiencias. Lo que permite comprender que la envidia sólo es posible al nivel de las limitaciones que impone el modelo racionalista-egoico y personalista-egocéntrico-narcisista de la modernidad, sobre todo cuando queda en evidencia en cuanto a su relativa ignorancia y ceguera comparado con el nivel de conciencia del verdadero creativo, que para sobrevivir psicológica y espiritualmente se ha visto obligado a colocarse por fuera y encima de sí mismo, salvándose así merced a la capacidad de convertirse en un testigo externo de sí mismo. 

Nadie a un mediano nivel de evolución de su naturaleza y conciencia puede comprender el inmenso esfuerzo que requiere el gran trabajo teórico original, es decir, el que nace totalmente desnudo en la mente de su creador, es decir, sin antecedente alguno, esa inmersión intuitiva en algo que llega como un don desde no se sabe dónde, siempre desde un nivel supraracional, muchas veces acompañado o precedido por lo que se conoce como “tormenta cerebral”, e incluso en medio de estados de una absoluta confusión y terribles ataques de pánico. Algo que los estúpidos y envidiosos, desde su estrecha racionalidad y soberbia, aprovechan para tachar al gran creativo de locura e irracionalidad, confundiendo lo superior - lo supraracional - con lo inferior - lo pre o irracional -, o en otras palabras más técnicas, cayendo, en su estupidez e ignorancia, en la famosa “Falacia Pre-Trans” de Ken Wilber ahora aplicada a la medicina y a la ciencia. 

Y es que según el mismo autor, “la aparición de cualquier estadio superior de la conciencia humana es vista por el ‘status quo’ como el mismo Diablo”, lo que convierte al gran médico o investigador creativo en un pionero que no teme adentrarse en la selva de lo desconocido y a su vez en un verdadero héroe por ser el primero que intenta la siguiente estructura superior de la conciencia, más allá de toda seguridad personal, siendo perfectamente consciente de que puede estar dejando una vez más su vida en el empeño. Tal vez la excepción a esta lucha sea alguien como Mozart, que no parece que necesitara ascender al nivel de esta estructura de la conciencia, o meme, extra-, supra- y transpersonal, porque probablemente vino a este mundo con ella impregnada en su naturaleza, alma o espíritu, y a la que el psicólogo Carl Jung se refirió como una que capacita a algunas personas a superar problemas que a otros habrían destruido.